La mejor medicina para los años y la soledad es una palabra de afecto

Estamos sentadas en la sala de espera de la consulta del médico. Estoy con Juana. Vive en la Residencia San Basilio. No tiene familia en Murcia y la acompaño a ver a su facultativo como voluntaria. La espera es larga y aburrida. Trato de hacerla más llevadera hablando sobre cualquier tema. Miro a Juana y  me encuentro con su sonrisa. En ella veo el cariño y el agradecimiento que tenía el gesto de mi madre cuando la escoltaba al médico y, con mi charla, la entretenía para aliviarla de sus dolores.
 
Juana me cuenta que tiene solo un hijo. Vive en Madrid y se encuentra muy delicado de salud. Viene a verla siempre que puede, pero cada vez más tarde y más enfermo. Me dice que habla con él por teléfono, pero le resulta muy difícil debido a su sordera. Siempre le cuenta que está bien; no quiere añadirle preocupaciones contándole sus achaques.

Le hago preguntas acerca de su vida. Mientras me cuenta dónde nació, dónde se casó, etc., se le ilumina la cara. Por unos momentos revive aquellos años rodeada de su familia, y su selectiva memoria borra de un plumazo la más pequeña sombra de infelicidad.
 
Ya es nuestro turno. El doctor llama a Juana por su nombre de pila. La trata con cercanía e inmensa ternura. A la vez que la ausculta, le roza la cara en una leve caricia. Es como si pensara que la mejor medicina para sus muchos años y su soledad es una palabra de afecto, una muestra de que para él es la paciente más importante del mundo.
Volvemos a la residencia. Dejo a Juana en su habitación, me despido de ella y, con sus manos en las mías, me da unas sencillas y sentidas gracias. De vuelta a casa, no dejo de pensar en ella y en cómo me he sentido con su compañía, y llego a la conclusión de que es un auténtico privilegio ser voluntaria.

Mari Carmen Andrés, voluntaria de FADE en la Residencia San Basilio

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